Pelota de papel: En San Tiburcio no nacen mellizos

 

Como cada viernes desde la semana pasada (?), les acercamos un nuevo cuento de fútbol para despuntar el vicio. Así como pueden leerlo directamente online, también les damos la opción de que puedan imprimirlo y leerlo en cualquier lugar, en cualquier momento

En San Tiburcio no nacen mellizos

El Tata Moreno sí que era un hombre de aventuras. A sus 20 años, ya había conocido las delicias de Entre Ríos, Corrientes y Córdoba. Se había deleitado con cada pueblo que visitó, admiró cada uno de sus aromas y registró cada detalle. El Tata se fascinaba con el simple hecho de que todos se conociesen y se viviese en una tibia armonía. Siempre que se marchaba de vuelta a Buenos Aires la tristeza lo invadía, tal vez por no encontrar un motivo para quedarse, uno que lo aferrara más que a sus viejos y sus amigos en Barracas. En San Tiburcio encontró eso que buscaba. Encontró a Carmencita.
La conoció en uno de los bailes del Club Piedras. El se había acercado por recomendación del almacenero Ricardo, quien le dijo que la mejor forma de conocer al pueblo era en los bailes. Y no se equivocó. Al entrar a la sede, se encontró con la pista y una banda que intentaba tocar tangos sin demasiado éxito. Pero cuando la vio a Carmencita, poco le importó ese detalle y trató de arrimar, siempre con el debido respeto a la madre, quien miraba atenta sentada contra la pared espantando pretendientes. Pasó una pieza y la nena se entusiasmó con ese porteño de acento raro, al que invitó a un vermucito al otro día en su casa, para conocer a la parentela. Tata aceptó al toque, ya dudando de ir a sacar pasaje para volverse a Buenos Aires.
Y bueno, una vez que el flechazo llega, llega. El Tata se presentó ante los padres como se debe, no como Tata sino como Tomás Moreno, mecánico de profesión. Los padres de Carmencita quedaron encantados con el muchacho, aunque Don Segundo lo miraba con recelo por el simple hecho de ser turista, mientras Doña Laura lo codeaba para que cambiara la cara. De todas formas, ese detalle duró poco, porque el Tata estaba metido de lleno con Carmencita y sorprendió a todos en una cena anunciando que se radicaría en el pueblo para abrir su propio taller, siempre y cuando Carmencita accediera a seguir saliendo con él.
Así, Tata cumplió con los requisitos, un paso a la vez: de pretendiente a novio, y de novio al casamiento. Todo San Tiburcio acudió a la parroquia esa tarde en la que el Tata se casaba con Carmencita. La fiesta fue, obviamente, en el salón del Club Piedras, donde se habían conocido, aunque el motivo real era que no había otro lugar grande en el pueblo para hacer semejante jolgorio.
Al año del casorio, Carmencita llegó corriendo al taller llorando de emoción gritando que estaba embarazada. El Tata no podía estar más contento, con una sonrisa de oreja a oreja y los pies ligeros como para ir corriendo a su casa a llamar a Buenos Aires para comunicar la buena noticia. Habló con la vieja, con el viejo y con su hermano mayor, Salvador, quien ofreció sus servicios de médico para controlar cada paso del embarazo. Salvador era el primero de una familia gallega en tener un título universitario, pero sin ningún aire de grandeza que le inflara el pecho. Tan humilde era que se ofreció a recorrer los 700 kilómetros que había desde Barracas a San Tiburcio, solamente para cerciorarse de que el vientre de Carmencita creciera en armonía. Iba cada tres semanas para el chequeo, y de paso se quedaba a comer un asado y a ver los partidos de Liga de Piedras, equipo que movía al pueblo cada vez que jugaba y al que el Tata le había agarrado cariño.
Una tarde de sábado, Salvador llegó sonriente a la casa de los Moreno de San Tiburcio. Con un sobre blanco enorme, se sentó en el comedor a charlar con la parejita al ritmo de un vermouth, mientras Carmencita se cebaba unos mates. Al terminar su trago, Salvador dijo, casi tratando de darle magnitud a sus palabras: “Tata, voy a tener que traer más pañales todavía. ¡Van a tener mellizos!”. Los hermanos se levantaron y se abrazaron con fuerza, porque la alegría era doble, con dos nenes llegando al mundo. Recién al separarse notaron lo increíble. Miraron a Carmencita y no entendieron el horror en su mirada, el sudor en su rostro y el pavor en sus ojos.
El Tata la agarró de los hombros completamente desconcertado, porque nunca la había visto así a su mujer.
– ¿¿Qué te pasa mi amor??
– ¡No, por favor, no! ¡Tenemos que irnos! ¡Hay que salir de acá!
– ¿Qué? ¿Qué me querés decir? ¡Decime!
– En San Tiburcio no nacen mellizos.
– ¿Qué? ¿Qué significa eso?
– ¡Que en San Tiburcio no nacen mellizos! ¡Es el destino, es una condena! ¡No pueden nacer acá! ¡Tenemos que irnos!
Ese gritó tan pelado que dio fue lo último que dijo Carmencita antes de desmayarse. El Tata y Salvador la llevaron rápido a la salita, donde la atendieron rápido para ver que no se hubiera comprometido el embarazo. Al llegar, el Tata avisó a la familia de Carmencita y Doña Laura llegó corriendo con el corazón en la boca, hasta que le dijeron que su hija estaba estable y no había ningún tipo de problema. Igualmente, su yerno quiso calmarla y se la llevó al cafecito que había en la esquina de la salita. Una vez calmada, el Tata comenzó a explicarle todo, y volvió a sorprenderse al ver la cara de pánico de su suegra al enterarse de que Carmencita estaba embarazada de mellizos. “No puede ser. Justo a ella… Tenés que llevártela de acá. Que nazcan en Buenos Aires. En San Tiburcio no nacen mellizos”.
El Tata ya estaba harto de esa frase, quería respuestas ante algo que desconocía, pero que temía al mismo tiempo que veía lo que generaba dentro de su familia.
– Explíquese Doña Laura, por favor. No sé de qué me habla y me muero de miedo al ver así a Carmencita.
– Si yo le digo, hijo, no me va a creer.
– No importa si creo o no. El tema es que Carmencita cree y así está. Cuénteme.
– Como usted quiera. Este pueblo tiene un gualicho.
– ¿Qué?
– Un gualicho. Hace más de cien años que lo tiene. Y no hay forma de revertirlo.
– Usted me está cargando.
– No hijo, estamos malditos por un gualicho tehuelche.
– ¿La tribu de Patoruzú?
– No sea pelotudo, Tata, que es serio esto. Es algo largo de contar. En el siglo pasado, este pueblo no se llamaba San Tiburcio. El nombre de este pueblo era Queruná, y vivía una tribu tehuelche. Cuando llegaron los militares con la campaña del desierto, toda la tribu quedó desterrada. El jefe del Regimiento, Luis Pérez, fundó este pueblo en honor a su padre, aunque eran puras carpas de los soldados. A los dos meses, Pérez estaba instalado acá su mujer, ya que estaba embarazada de mellizos y él no quería perderse el nacimiento. La cosa es que una noche, un brujo tehuelche se metió en la casita que se había armado Pérez y llegó hasta el pie de la cama de la pareja y empezó con un ritual, Pérez se despertó y con su sable atravesó al brujo. Cuando estaba a punto de rematarlo, el brujo le dijo: “Usted mató a uno de mis dos hijos. Y yo se que su mujer va a tener dos también. Por eso, Gualicho va a venir por usted y por todos los de este pueblo usurpador. Los mellizos de este lugar estarán por siempre engualichados. Uno, a la muerte y recuerdo. El otro, al olvido y el destierro. Tal como le ocurrió a los míos”.
– Que indio resentido…
– Tómeselo en joda Tata, pero no sabe lo que pasó. Pérez no le hizo caso al brujito. Sus hijos nacieron acá en San Tiburcio y crecieron felizmente. Rogelio y Justo se llamaban. El mismo se encargó de enseñarles esgrima. A los 15 años,  Rogelio era excelente con la espada, mientras que Justo hacía lo que podía. Una tarde, compitieron por un caballo que Pérez le prometió al ganador. Todo el pueblo se acercó a ver el duelo, porque daban espectáculo. El enfermo de Pérez les dio dos de sus sables para que pelearan, porque decía que confiaba en ellos y en su control para la esgrima. Pero le salió mal. Justo Rogelio, el mejor de ambos, erró en su ataque y le cortó el cuello a Justo, que murió en el acto dejando un charco de sangre en la plaza. Desde ese día, la plaza se llama Justo Pérez. En tanto, Pérez nunca pudo volver a ver a Rogelio, y lo mandó a Buenos Aires a un internado. Nunca se supo más nada de él.
– Con todo el respeto del mundo, suegrita, me parece que fue una casualidad.
– Hijo, todos sabemos esta historia. Quedó marcada a fuego en San Tiburcio. Desde los Pérez, nunca nadie se animó a tener mellizos acá. El destino así lo dice. Llévela a Buenos Aires a Carmencita.
– Yo no puedo comprometer la salud de mi mujer a un viaje así por una superstición. Los nenes van a nacer acá.
El Tata no creía en la suerte, ni en el destino ni en nada sobrenatural. Le costó transmitirle eso a Carmencita, pero ella lo notó tan tranquilo y seguro de que esa maldición era una mentira de que decidió quedarse en San Tiburcio. A los cuatro meses nacieron Gonzalo y Germán Moreno.
Los años fueron pasando y el gualicho se fue olvidando de a poco. Al principio, todos en el pueblo veían a los mellizos y se espantaban, pero con el correr del tiempo se acostumbraron. Algunos incluso mantuvieron la expectativa hasta que cumplieron 15 años, edad en que los hermanos Pérez tuvieron ese infortunado duelo. Afortunadamente, lo más dramático que pasó fue que Gonzalo se tropezó jugando de nueve en las inferiores de Piedras.
Tanto Gonzalo como Germán jugaban allí, luego de que Ricardo, el almacenero y presidente del club, le insistiera hasta el cansancio al Tata para que los llevara a la escuelita. Para ellos, Piedras era todo. Se la pasaban adentro del club, tanto en el buffet comiendo con sus amigos o en los bailes, que seguían más vigentes que nunca.
Gonzalo era un delantero bastante rústico. Tenía la altura para jugar de nueve, pero le costaba encontrar su lugar en el área. Igualmente, siempre se la rebuscó y se hizo conocido por meter goles en partidos importantes, sobre todo en los clásicos contra Iluminados. Germán era todo lo contrario. Tal vez era la única diferencia que le encontraban a los mellizos. Germán tenía un guante en el pie, mientras que Gonzalo parecía que usaba ojotas, y al revés. Si Gonzalo era duro, su hermano era el lirismo hecho fútbol: velocidad, gambeta y explosión. Germán era el motor del equipo, se lo ponía al hombro y le daba el toque de distinción. Todos en el pueblo hablaban de él. Y parece que la voz había llegado lejos, porque cuando debutó en Primera, se vieron varios emisarios de equipos de Buenos Aires en las tribunas de Piedras. El Tata los miraba con desdén, sobrando, riendo, como mofándose de esos porteños siempre apurados, olvidando que hasta hace unos años él era uno más de ellos.
En ese torneo Germán simplemente la rompió. Le dieron la nueve y no la largó nunca. Bajaba a recuperar la pelota, armaba las jugadas y llevaba más de 20 festejos. ¿Gonzalo? Iba al banco de suplentes, y totalizaba tres goles en 12 partidos jugados. Podría haber jugado más, ya que arrancó el torneo de titular haciendo dupla con su hermano, pero cada tanto lo aquejaba una jaqueca que le molestaba a la hora de jugar. Igualmente, Roberto Montoya venía afilado y fue relegándolo al banco.
Piedras venía punteando cómodo el torneo, pero se fue cayendo faltando cinco fechas, en las que Lamadrid, el escolta, le había descontado puntos, quedando a uno de diferencia en la última jornada. Había que ganar o ganar ante Eureka para dar la tan ansiada vuelta olímpica, que hacía seis años que no pasaba por el club. La cancha de Piedras tenía a todo San Tiburcio adentro, rugiendo y alentando. Las tribunas se vinieron abajo cuando el equipo salió a la cancha, encabezado por Germán, capitán y el primer ovacionado por los hinchas. El Tata, Carmencita y Salvador, quien seguía con sus escapadas desde Buenos Aires, estaban en la platea mientras algunos hinchas los felicitaban por semejante crack.
El partido se hizo duro y áspero. Eureka se plantó bien atrás, y su técnico le dio sólo una misión a Néstor “Gordo” Ramírez, su primer marcador central: talarle los tobillos a Germán Moreno. El pibe se las rebuscaba, trataba de despegarse de la marca, pero el Gordo siempre lo anticipaba y le dejaba una patadita de recuerdo. Así, Piedras perdía el rumbo del partido y no le encontraba la vuelta. Cuando pensaban que se podía campeonar con el empate, un plateísta con radio en mano empezó a gritar que Lamadrid iba ganando 1 a 0 y estaba a punto de meter el segundo. Así la gente empezó con el griterío por Gonzalito, para meter otro punta más en el área, ya que dos cabezas eran mejor que una.
El técnico miró con odio a la gente, diciéndole con los ojos que no hace falta que le pidan el cambio, que lo hace porque él lo decidió y no los de la plata. Se sacó el saco y mandó a Gonzalo a la cancha, a pesar de que el pibe le decía que tenía la jaqueca y le estaba molestando. No hubo respuesta al reclamo, ya que para el entrenador jaqueca era sinónimo de resaca, después de encontrarlo siempre en el barcito El Ángel tomando cerveza con sus amigos. Los hermanos estaban en la cancha y el público explotó, sobre todo el Tata, que siempre se alegraba cuando Gonzalo jugaba unos minutos, en especial en semejante partido.
Sobre el final del encuentro, Germán terminó de cansar al Gordo Ramírez y se desmarcó, abrió la pelota a la derecha para que el petiso Menéndez tirara el centro y se metió en el área, pero la redonda le pasó por el costado derecho. Fue en ese instante que le llegó el momento de gloria a Gonzalo. Saltó como nunca lo hizo, giró la cabeza y se la cruzó al arquero de Eureka. Golazo y a otra cosa. Piedras campeón de la Liga y jolgorio en San Tiburcio. El árbitro terminó el partido con el gol, ya con tiempo cumplido. Abrazos en los cuatro costados de la cancha. Los jugadores se felicitaban entre ellos, mientras Germán buscaba a su hermano para festejar. Lo vio ahí, tirado en el área, con los brazos abiertos, como desahogándose después de semejante gol y de semejante partido. Se acercó corriendo, lagrimeando de emoción, y se le tiró encima, pero todo cambió en un instante. La cara de Germán se llenó de espanto al ver a Gonzalo inmóvil en el piso, con los ojos bien abiertos. Se acercó y notó que no respiraba, y que su corazón no latía. A grito pelado, pidió ayuda desesperadamente. Hacía de todo para que reaccione, mientras las lágrimas llovían sobre su camiseta. Esquivando gente, el Tata y hermano entraron a la cancha a verlo, mientras corrían a los jugadores alrededor de Germán y Gonzalo. Salvador lo revisó, puso su cabeza en el pecho de Gonzalo y dijo, con la voz entrecortada: “Se murió, Tata. Se murió”. El estadio enmudeció. Sólo se escuchaban los llantos y las puteadas de Tata y Germán, mientras abrazaban a Gonzalo en el césped. Carmencita entró a la cancha y al ver a su hijo quebró en llanto mientras los jugadores, tanto de Eureka como de Piedras, trataban de consolarla. El dolor se hizo carne en el Estadio de Piedras, que cambió el bullicio de campeón por el silencio de luto.
Al día siguiente, la autopsia arrojó que Gonzalo murió de un aneurisma. Esas jaquecas de las que tanto se quejaba era una vena frágil que tenía en la parte derecha de su cabeza, la cual explotó cuando Gonzalo impactó la pelota para hacer el gol más caro de la historia de San Tiburcio. Poco importaron esos detalles en la casa de los Moreno. Al igual que cuando el petiso Menéndez se acercó a entregar las medallas del campeonato, tanto la de Gonzalo como la de Germán.
El velatorio fue en el salón del club. Por allí pasó todo San Tiburcio, tanto los conocidos que fueron a dar sus condolencias como los hinchas que fueron a despedir al héroe, al mártir, al que dejó la vida por Piedras campeón.
Pasados dos meses, Germán era otra persona, tanto en casa como en la cancha. Se lo veía siempre solitario, con la mirada perdida y recluido en su soledad. Evitaba pasar por el club, pero una tarde entró a la cancha, y se metió en el área donde su hermano encontró la gloria y la muerte, mientras en la platea un hombre pintaba “ESTADIO GONZALO MORENO”. Esa misma noche, le comunicó a su familia que se iba a Buenos Aires, que quería probar suerte en el fútbol de Capital. El Tata todavía no podía dejar ir a Gonzalito, y le dolió en el alma la idea de ver a Germán partir, pero no quiso oponerse. Por la mañana, fueron todos a la parada de micros a despedirlo. Cuando veían que llegaba el momento de la despedida, el Tata dudaba de que su hijo quisiera irse.
– ¿Estas seguro de ir a Buenos Aires?
– No se si estoy seguro de irme a Buenos Aires. Pero estoy seguro de que me quiero ir de San Tiburcio.
– ¿Por qué?
– Porque todos los días recuerdo esa jugada, viejo. Era para mí… Esa pelota que me pasó por el costado era para mí. No importa si entraba o no, me cago en el campeonato. Pero si yo la cabeceaba, Gonzalo estaría acá con nosotros.
El Tata se quedó sin palabras. Miró a su suegra con ojos vidriosos y sólo atinó a saludar a su hijo con la mano mientras el micro retomaba viaje en la ruta. En la vuelta a casa manejaba por inercia, mientras veía el paisaje del desierto pampeano, como buscando algo, una respuesta, una solución. Pero en su cabeza sabía que no había tal cosa, que no existía cura.
A los pocos días llegó una carta de Germán, diciendo que se había probado en Boca, River e Independiente, pero no había quedado. Había conseguido una changa como mozo en un restorán de costanera, mientras esperaba que se le diera la chance de quedar en algún club. Una vez por mes iban llegando noticias de él, y en cada una contaba en que clubes se iba probando. Rebotó en Vélez, en Racing, en San Lorenzo, en Banfield, en Argentinos… Al año contó que conoció una chica de Balvanera y se habían mudado juntos. En su última carta dijo que tuvo una chance en Estudiantes de Caseros, pero ya no tenía ganas de seguir con el fútbol. Había conseguido un laburo de portero en un edificio y las cosas se estaban poniendo serias con Sandra, por lo que tenía planeado quedarse allá. Carmencita se puso contenta con la noticia y llamó al Tata al taller para contarle.
– ¡Parece que se nos va a casar Germán, Tata!
– Me alegro amor. Mi misma historia, salvo que al revés.
– Dice que va a llamar hoy a la tarde, así que cerrá temprano hoy.
– Si amor, como vos digas. Me voy que llegó gente. Un beso.
El Tata salió de la oficina y vio a un hombre con un auto echando vapor en la puerta del taller, mientras su señora lo tranquilizaba desde el asiento de acompañante. Se puso a revisarlo y les dijo que no era nada grave.
– Hoy no se lo puedo arreglar, pero para mañana se lo tengo listo. Hay una pensión acá a dos cuadras donde pueden quedarse por hoy. Se duerme bien ahí.
– Muchas gracias, pero nosotros planeamos mudarnos acá. Queremos que nuestros hijos nazcan en un lugar tranquilo. Venimos de Buenos Aires.
– Ah, no me diga. ¿Y los chicos están en Capital?
– No, mi señora está embarazada de tres meses. Vamos a tener mellizos. No lo podemos creer todavía.
– Váyanse de acá.
– Bueno, si no quiere arreglar el auto…
– No, el auto se lo arreglo gratis. Váyanse del pueblo. Acá a 20 kilómetros está Villa Boreal, que es igual de tranquilo. No van a tener problemas ahí.
– ¿Pero cuál es el problema con San Tiburcio?
– En San Tiburcio no nacen mellizos.

Rodrigo González Santos (Primo Cucu)

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